Desconfinar el futuro: Los límites
¿Qué tenemos que hacer con el futuro, tan lejos y tan cerca? Tan nuestro –somos los humanos los que lo construimos- y tan inquietante, puesto que el curso de la naturaleza nos desborda y la evolución de las prótesis de las que nos dotamos a menudo nos empequeñece: miedo y desconcierto. Hace tres años el mundo se paró, aunque no para todos.
Incluso en los regímenes más liberales nos encerraron en casa y nos aplicaron una brutal reducción de libertades básicas, empezando por el derecho a desplazarnos libremente. Nos sentimos mutilados porque, como decía *Montaigne, somos seres que “nos pintamos a nosotros mismos” en la experiencia, es decir, en el contacto con los otros y con el mundo. Desde entonces, la desazón por el futuro no ha dejado de crecer. Y se ha ido desplegando la fantasía angustiosa del paso del último hombre (el último cuerpo) al superhombre (el cuerpo confinado en sus prótesis tecnológicas, capaces de producir fracturas ontológicas entre los humanos).
La epidemia, las catástrofes ecológicas en curso, el proceso de aceleración en que se han instalado las ciencias y las tecnologías, el inabarcable universo de la comunicación que quema etapas cada día han hecho crecer el miedo y la inseguridad ante el futuro. Hace falta *desconfinar el futuro como premisa para poder recuperar confianza, si es que antes no se impone el desbordamiento de la especie. A fin de cuentas, somos nosotros los que, con la tolerancia de la naturaleza, construimos el futuro. Y, en realidad, el que sea en su inmediatez dependerá de lo que hayamos hecho los humanos, de la capacidad de generar y gobernar prótesis eficientes. Pero los humanos ya sabemos de qué pie calzamos. La sociedad está hecha de esta cosa que denominamos poder –y que en realidad es la expresión de la diferencia, no hay dos personas iguales- y que es constitutiva de nuestra condición.
Miremos el futuro, si queremos perder el miedo, y hagámoslo desde la perspectiva del diálogo entre las ciencias, las artes y las humanidades, precisamente para que no perdamos el más preciado don de la condición humana: la libertad de pensar y decidir, tan a menudo amenazada.
Pensar el futuro, pues, desde el presente. Es decir, estirando los hilos de los proyectos (y de los riesgos) en curso y poniéndolos sobre la tabla de disección del debate libre entre voces construidas sobre miradas diversas. Y esto quiere decir movernos en el terreno de los límites: del arte, del poder económico (y del crecimiento), de la política, del cuerpo humano (y de la manipulación genética, de la longevidad), de la ciencia (y la inteligencia artificial), del planeta y de la vida (la ecología), de las estructuras sociales y las relaciones personales, de las libertades individuales, de la democracia, de la guerra y, en general de la amenaza, permanente de la pérdida de noción de límites, problema filosófico central que marca los tiempos que corren.